31 Ago 2018

La alegría del cristiano

La palabra “alegría” proviene del latín “alacer”, que significa rápido, vivaz, animado. Y se entronca con la palabra francesa “aller”, es decir “ir”, un “ir hacia”. Es que el alegre es alguien que no está inmóvil, sino que emprende un camino de manera animada.

Muchas veces nos preguntamos cuál es la verdadera alegría, cuál es la auténtica felicidad; aquella que permanece, que es profunda, que no es fruto de la sensación pasajera, que no depende de viento circunstancial.

En palabras de Juan Pablo II, “se es feliz por lo que se es, no por lo que se tiene: la felicidad está en el corazón, está en amar, está en darse por el bien de los demás sin esperar nada a cambio”. El salto de fe siempre significa amar sin esperar ser amado, dar sin querer recibir, invitar sin esperar ser invitado, abrazar sin pedir ser abrazado. El primero que lo ha hecho, es el mismo Dios con nosotros.

Esa es nuestra vocación, nuestro llamado. Al tomar conciencia de que todo nos fue dado por iniciativa gratuita de Dios, ello nos lleva a la acción de gracias y a dar fruto en el amor. A emprender el camino de la Misión de testimoniar con pasión la grandiosidad de la verdad del amor. Y, cuando lo hacemos, Dios nos participa de su alegría y en lo profundo de nuestro interior nos encontramos a nosotros mismos.

Como nos ha dicho el Papa Francisco, la Iglesia crece por atracción, por testimonio, no por proselitismo. Por la elocuencia de las obras, más que por las palabras. Por el compromiso de darse definitivamente, demostrando que ello es una vocación muy profunda, una Misión.

Así lo ha hecho en el mes de julio este año, el grupo misionero del Colegio que llevó la alegría de testimoniar la belleza y la gratuidad del mensaje evangélico, que enamora el corazón del hombre y lo mueve al cambio esencial. Que se acercó con su ayuda para satisfacer las necesidades espirituales y materiales de la gente de ese lugar.

Como decía Chesterton, para el cristiano la aflicción debe ser sólo superficial. El buen humor debe caracterizarnos. Recordemos para ello la “Oración del Buen Humor” de Santo Tomás Moro:

“Concédeme, Señor, una buena digestión,
y también algo que digerir.
Concédeme la salud del cuerpo,
con el buen humor necesario para mantenerla.
Dame, Señor, un alma santa que sepa aprovechar
lo que es bueno y puro, para que no se asuste ante
el pecado, sino que encuentre el modo de poner
las cosas de nuevo en orden.
Concédeme un alma que no conozca el aburrimiento,
las murmuraciones, los suspiros y los lamentos y no
permitas que sufra excesivamente por ese ser tan
dominante que se llama: YO.
Dame, Señor, el sentido del humor.
Concédeme la gracia de comprender las bromas,
para que conozca en la vida un poco de alegría y
pueda comunicársela a los demás.
Así sea.”.

 

Comisión de Espiritualidad y Cultura